Las instituciones de educación superior enfrentan una creciente demanda por atender el bienestar integral de sus comunidades, en un contexto marcado por transformaciones sociales, exigencias académicas y desafíos de salud mental que afectan a estudiantes, docentes y personal administrativo. Más allá del diagnóstico, que ya es ampliamente conocido, la cuestión ahora se centra en cómo avanzar hacia políticas sostenibles, efectivas y compartidas que aborden el bienestar como una dimensión esencial de la vida universitaria.
En los años recientes, las instituciones educativas superiores han observado un fenómeno que ya no puede ser pasado por alto: el incremento de tensiones emocionales, situaciones de ansiedad, episodios de depresión y otros tipos de malestares psicosociales que se han hecho más comunes entre los estudiantes que frecuentan ambientes académicos demandantes, generalmente faltos de suficiente apoyo. Además, se añade una tradición institucional que ha puesto siempre énfasis en el éxito académico y la competencia, frecuentemente sacrificando el bienestar emocional y el equilibrio de vida de los individuos.
La crisis sanitaria de COVID-19 exacerbó este escenario al poner de relieve la precariedad en la que muchos alumnos continuaban sus estudios —en términos económicos, emocionales y sociales— y al impulsar la digitalización. Aunque esto ofreció nuevas oportunidades, también trajo consigo dinámicas de soledad y agotamiento digital. Desde ese momento, el bienestar ha pasado a ser un asunto prioritario en las agendas de las universidades, sin embargo, aún queda mucho por hacer para lograr soluciones más estructuradas e integrales.
El desafío implica ir más allá de las intervenciones reactivas o de los programas aislados. Lo que se plantea hoy es la necesidad de una política universitaria integral de bienestar, que reconozca esta dimensión como parte constitutiva del proyecto educativo. Esto supone incorporar la perspectiva del cuidado en todos los niveles de la gestión universitaria, desde los planes de estudio hasta los modelos de evaluación, pasando por la formación docente, la infraestructura y la cultura organizacional.
En este marco, el rol de los equipos de salud mental y bienestar estudiantil ha ganado protagonismo, aunque persisten brechas importantes. La alta demanda de atención psicológica, la escasez de recursos humanos y la falta de redes de derivación efectiva exigen una revisión profunda de los modelos actuales. Asimismo, se ha vuelto fundamental fortalecer los espacios de escucha, la prevención del suicidio, el acompañamiento académico y la promoción de vínculos saludables.
Sin embargo, el bienestar completo no se restringe solo a la salud mental. Abarca elementos como la nutrición, el sueño, el movimiento, la inclusión, el compromiso democrático y el sentimiento de pertenencia a una comunidad educativa. Por lo tanto, un enfoque holístico demanda coordinar diversos conocimientos y disciplinas, y desarrollar respuestas desde una perspectiva intersectorial e interdisciplinaria.
Múltiples experiencias en el ámbito universitario sugieren que es viable progresar en este sentido. Varias instituciones han establecido vicerrectorías dedicadas al bienestar o han desarrollado unidades interrelacionadas que gestionan iniciativas con enfoque de género, diversidad cultural, accesibilidad funcional y sostenibilidad. Algunas también han promovido encuestas frecuentes para detectar factores de riesgo y planificar intervenciones precoces, involucrando de manera activa tanto a estudiantes como a profesores.
No obstante, estos progresos aún enfrentan barreras estructurales, tales como la inestabilidad en el empleo académico, las diferencias territoriales en el acceso a servicios, y un enfoque financiero que frecuentemente prioriza métricas de rendimiento sobre el bienestar. En este escenario, es vital concebir el bienestar como una responsabilidad colectiva entre autoridades, educadores, estudiantes, familias y políticas públicas.
El bienestar en las universidades no debería depender solo de la disposición personal o de medidas aisladas. Es necesaria una renovación cultural que priorice el crecimiento humano y comunitario, integrándose estrechamente con la educación académica. Aunque este cambio es complicado, también ofrece la posibilidad de imaginar la universidad del futuro: más empática, inclusiva, y con mayor solidaridad. Una institución que no solo imparta saberes, sino que también se preocupe por el cuidado.
